miércoles, 11 de marzo de 2009

A (impa)ciencia cierta

“Esta es la última, después paro a comer algo”, pensó, mientras retiraba el suplemento de clasificados de su axila, para revisar que la dirección que dictaba el anuncio coincidiera con el timbre que ya tenía apretado hace demasiados segundos.
-¿Quién es?- preguntó una voz notoriamente irritada.
-Vengo por el anuncio- inspiró con ruido por la nariz, en un errado intento por impedir la caída de sus mocos- ábrame por favor, antes de que el calor logre evaporar fracciones de mi humanidad que no estoy dispuesto a perder.
Quizás preferiría que algo me sucediera antes de que abran, pensó murmurando como si masticara las palabras, les daría su merecido ante el sindicato, desgraciados, por descuidar al personal; futuro personal. Creen que pueden hacerme esperar en la calle hasta que me contagie vaya-a-saber-qué virus mortal que acecha este precario edificio, sin sufrir consecuencias. Oh no, se equivocan, ¡esta no es la forma de tratar a un compañero de trabajo! Mucho menos a un superior, considerando que sin duda seré contratado para un puesto de mayor jerarquía que la incivil que atiende el timbre.
Luego de unos minutos apareció desde la puerta de las escaleras una mujer gorda que promediaba los cincuenta años, tenía el cabello color azabache nevado en canas, iba mal vestida con una camisa celeste apretada, metida dentro de la corta pollera a rayas verdes y blancas que la hacía ver como un matambre navideño.
-Buenas tardes- deslizó las palabras desde el otro lado de la puerta de vidrio mientras se agachaba para abrir con la llave que colgaba de un hilo de su cuello. Giró la llave, dejando ver un lunar con tres pelos largos que se mostraba firme en la mano derecha, entre el dedo pulgar y el índice. Sosteniendo la puerta con la izquierda para que el aplicante entre, estiró el brazo del lunar esperando un respetuoso apretón.
-Me va a tener que disculpar, pero mis manos se recubrieron de sudor en la interminable espera que usted me obligó a soportar bajo el cancerígeno Sol- se excusó rebuscadamente, decidido a evitar el contacto con esa mano a cualquier precio.
-No hay problema, disculpe usted la espera- respondió desinteresada- es que estamos en un cuarto piso y el ascensor está averiado, toma su tiempo baj…
-¿Pretende que yo suba cuatro escaleras- interrumpió- para comprobar que su superior es aún más limitado que usted, rechazar cualquier oferta que me haga, por más elevada que sea, aunque viendo el edificio donde operan aseguraría que no puede cubrir siquiera mis honorarios, y luego bajar los mismos escalones en busca del sofocante exterior?
-Usted vino a la entrevista, el anuncio es claro…
-Dudo con todas mis fuerzas, aunque esté debilitado por su imprudencia, que su compañía jamás lograría algo claro. Abra la puerta, ¡déjeme salir o la demandaré por acoso y privación de mi libertad!- gritó eufórico, escupiendo porciones de alimento demasiado grandes para residir dentro de la boca de alguien. Antes de terminar la acusación ya estaba fuera del edificio, aliviado de haber sobrevivido a ese atentado medievalesco contra su menudo cuerpo.

Sin sentarse en el taburete de la barra pidió hambriento un plato de ravioles con salsa mixta, tres salchichas tipo alemanas y un vaso de vino de la casa con soda. Luego de trepar hasta la altura del banco, casi inalcanzable para un hombre de su estatura, extendió el periódico y leyó una vez más
Joven empresa busca hombre para
tareas de comunicación interna y
externa. Requisitos: facilidad de
adaptación a diferentes ambientes,
paciencia y buen trato con la gente.

Mirando a los tres hombres en traje que comían en la mesa contigua a la puerta como invitándolos a preguntarse qué estaría haciendo, tachó con efusividad el anuncio, criticando mentalmente a los periódicos por permitir que cualquier troglodita citadino publique sus engaños y estafas por veinte centavos la letra.

martes, 3 de febrero de 2009

La remera de Vedder

Me gustaría poder traer toda mi música a la computadora del trabajo, pero no puedo. No importa, es sólo una comodidad; mientras tanto, escucho desde Internet: páginas como goear.com me dejan escuchar más o menos lo que quiera; en YouTube hay, además de videos musicales y shows en vivo, discos subidos con la foto de la tapa del disco a modo de video. O sea que, al final del día, escuché casi lo que quise.
Las veces que no escucho lo que quiero, tampoco son catastróficas: a lo sumo no encuentro la canción, la versión que quiero o, como en la mayoría de los casos, no se me ocurre qué tengo ganas de escuchar, ergo, no lo busco.
Pensando indeciso qué hacer sonar, no encontré en mi mente lo que necesitaba, y fui por lo seguro: recital de Pearl Jam en Argentina, nunca falla. Hace años que intento escribir sobre este show, estos shows, pero me cuesta más de lo que pueda superar. Aparentemente, escribir sobre las cosas que me parecen indescriptibles, irrepetibles, insuperables, se transforma en una tarea obstaculizada por mi falta de objetividad, y el inevitable sesgo de lo escrito hacia la alabanza y admiración. La falta de recursos para relatar algo que, ni habiéndolo vivido, puedo describir. Cualquier explicación que formule sobre la performance de ese grupo en el estadio de Ferro aquel 25 y 26 de noviembre del 2005 me parece insuficiente, no se acerca ni remotamente a lo que realmente fue y lo que yo sentí.
Con estos inconvenientes aclarados, quizás sienta algo más de libertad para relatar algo para lo que aún no se inventaron palabras. El primer ofrecimiento de YouTube fue la versión de Black del primer día que tocaron: le di click, sabiendo lo que venía: abstraerme del trabajo, dejar todo de lado por esos nueve minutos y pico, devolverme al medio del campo del show y disfrutar de nuevo lo que sin duda fue el momento musical más desilusionadamente esperado de mi vida (la esperanza era falsa; mientras veía cómo las bandas con las que soñaba ver en vivo se disolvían o ya llevaban años sin existir, Pearl Jam era una que se mantenía, pero las chances de que viajaran a Argentina eran inconsiderables, la confirmación de su visita fue alegría, regocijo, pero más que nada: sorpresa. Ni yo, ni el resto de los amantes de Pearl Jam, gracias a los cuales el recital fue tan perfecto -para decirlo de una forma mundana-, creíamos que iba a pasar. Eso también ayudó: el noventa por ciento de los que asistieron al show no lo sentían como un simple recital de rock, sino como una obligación premortem, un sueño nunca tan cercano).


Como en todo el concierto, gracias a horas, días y semanas de escuchar discos de PJ en vivo, al primer acorde veía venir la canción. ¡Blaaack! escandalicé desde el pasto, mientras empezaba a avanzar entre casi-tan-enardecidos-como-yo fans. Casi. El ‘casi’ duró poco: cantando a los gritos, rodeado de gritones, pasé del disfrute al descontrol, de la emoción a la locura… mientras pasaba por la locura, todos estos sentimientos se aunaron: remera en mano, desenfrenado me hice un espacio para tomar carrera, empuje gente para atrás y salí disparado en los dos metros que había logrado vaciar por un instante sin medida; uno, dos, tres pasos de carrera y tiré la remera, debía estar a unos veinticinco metros, le tiré la remera a la banda, esperando que llegue al escenario con la misma ilusión que había tenido de verlos en vivo durante tantos años: ninguna.
La remera, pesada por la transpiración, voló por la cancha como si fuera una pelota en medio de un partido, dejó en el camino a todos los fanáticos sin control que había en el campo, cruzó la valla de seguridad… y cayó, hasta ahí llegó: entre la valla y el escenario, donde los Goliatianos hombres de seguridad cuidaban con recelo el metro que separa a las hordas de la banda. Hasta ahí llegó: cruzó la valla y cayó.


“¡Es tu remera! ¡Es tu remera!”, rugían los desconocidos que me rodeaban, aquellos que habían seguido mi atlético lanzamiento. Lloré, lloré emocionado, enloquecido, descontrolado, lloré con ese cocktail de sensaciones que se había apoderado de mi.
Era mi remera.
Al igual que los desconocidos que me gritaban, Eddie Vedder había seguido la trayectoria de mi camiseta, atravesando al público, la valla… y cayendo. En medio de un solo de Mike McCready que prolongaba la genialidad de la canción, el cantante de Pearl Jam se aproximó al borde del escenario y le hizo señas de posesión a un hombre de seguridad, con morisquetas dibujó algo como “pasame eso, es para mi”.
El micrófono en la mano derecha, a punto de retomar con la letra, el pedazo de tela voladora que le había reclamado al cuidador en la izquierda. Empezó a cantar con una mano; la otra la elevó, mostró su trofeo a modo de agradecimiento.
“¡Es tu remera! ¡Es tu remera!”, testificaban los desconocidos. Era mi remera. Ahora es de ellos, es un recuerdo de Pearl Jam del mejor concierto de música que dieron en su vida.

Y en la mía.